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09.03.2021
El futuro de la democracia cristiana - Una guía para las generaciones futuras
Vivimos en una época de crisis mundial. Una crisis económica a largo plazo está dando lugar a que muchos cuestionen la globalización. La crisis ecológica amenaza la habitabilidad de nuestro mundo. La incapacidad para actuar con eficacia frente a estos desafíos plantea una profunda crisis política: en un contexto de reservas hacia sus representantes, las sociedades europeas parecen descomponerse en comunidades divididas, lo que dificulta la posibilidad de un diálogo democrático. La reciente oleada de atentados terroristas en nuestros países confirma la vigencia de la amenaza.
En este momento de la historia, Europa se sitúa en una encrucijada. A lo largo de los últimos decenios, la población ha salido de la pobreza; y los casos de guerra, hambre y enfermedades disminuyeron. Nuestro continente ha construido nuevas vías hacia su conformación actual, que, sin ser perfecta, constituye un modelo que goza de buena consideración en el mundo. En la actualidad, estos avances se ponen en cuestión y es nuestra responsabilidad y nuestro deber salvaguardar los logros del pasado. La Unión Europea sigue siendo la segunda potencia económica del mundo, pero nos enfrentamos a una fuerte competencia de otras potencias mundiales, tanto en lo que se refiere a la influencia económica y a los retos para nuestro sistema político como, en algunos casos, a nuestros propios valores y principios. China, por ejemplo, con el proyecto de la Ruta de la Seda, expresa una nueva ambición económica y geopolítica. Por si estas eclosiones fueran pocas, la pandemia que marcó el año de 2020 ha puesto de relieve la dependencia industrial y tecnológica de Europa en muchos ámbitos estratégicos. Las interdependencias ya no se perciben únicamente como una fuente de seguridad, sino también de inseguridad. Ciertamente, Europa sigue siendo el continente con los indicadores de desarrollo más elevados del mundo, pero lucha por encontrar su lugar ante las grandes potencias cuya creciente influencia desafía el multilateralismo; y nuestras democracias, herederas de veinticinco siglos de historia, se enfrentan al reto de poder controlar su destino. Estas cuestiones instan a la democracia cristiana, la fuerza política que ha sido el principal motor de la integración europea en las últimas décadas, a que refuerce y vuelva a impulsar cambios significativos. Para generar una nueva esperanza, nos aferramos a nuestra herencia demócrata cristiana, especialmente a la enseñanza social católica y protestante comprobada a lo largo del tiempo durante 2 000 años, basada en el buen gobierno, el personalismo, la subsidiariedad, la responsabilidad y la solidaridad. Nos vemos como herederos agradecidos de los que nos precedieron, y fortalecidos por este legado, miramos al futuro sin encerrarnos en el pasado.
Nosotros, el Grupo del PPE, creemos que nuestros valores siguen siendo el punto de partida más sólido para diseñar el futuro, porque combinan lo mejor de las formas de pensar conservadoras, liberales y socialcristianas, y reúnen a todas ellas en una visión compartida del mundo. A través de estos valores, el centro-derecha adquiere un significado que va más allá de la política diaria. La religión inspira nuestra acción, pero no la limita: la democracia cristiana no tiene que ver tanto con la religión, sino con un enfoque político preciso basado en los valores fundamentales de la dignidad de cada persona –y la tolerancia–, en el que se define la vocación política como un servicio a la humanidad. Esto significa que la democracia cristiana acoge a todos los cristianos, a los creyentes de cualquier otra religión, y a los no creyentes. La democracia cristiana es más que una etiqueta: es nuestra guía para caminar por el mundo. Tenemos que reaprender a defender la identidad fundamental del Grupo del PPE.
Pero tenemos que traducir nuestros valores en el presente. Establecer nuevos objetivos y tareas para la democracia cristiana es, por tanto, necesario no solo para el futuro del centro derecha, sino también para el futuro de Europa: en este periodo de crisis globales, la primera responsabilidad política consiste en preservar y transmitir a las generaciones futuras nuestro legado más preciado. Transmitir una naturaleza cuya inestabilidad ecológica amenaza hoy equilibrios vitales. Transmitir nuestro rico patrimonio cultural, debilitado por las nuevas divisiones en las sociedades europeas. Y por último, transmitir la posibilidad misma de una acción común a través de la política y las instituciones democráticas. Europa ha atravesado por etapas de cimentación y conservación. En el punto crítico presente, la misión de nuestra familia política consiste en salvar lo que hay que salvar, con el fin de trazar un camino ambicioso hacia un futuro brillante.
1. Protección de la naturaleza
Es nuestro deber tener una visión clara de la ecología: el hombre no posee la naturaleza, la hereda, debe transmitir sus milagros a las próximas generaciones y esforzarse por dejar un mundo donde la vida siga siendo posible. El hombre forma parte de la naturaleza, depende de ella y debe comportarse en consecuencia. Al olvidar estos principios, hemos provocado peligrosos desequilibrios de cara al futuro. No obstante, no podremos reparar el daño optando por desaparecer. Debemos promover el lugar de los seres humanos como gestores de este mundo. La responsabilidad respecto a la naturaleza no implica que el hombre niegue su papel, deje de actuar o trate de suprimirse a sí mismo, sino que muestre responsabilidad respecto a un mundo más humano y encuentre la sostenibilidad a través de la razón. Debemos basar nuestras decisiones en los hechos y la ciencia, en lugar de basarnos en ideologías superficiales y en una comunicación guiada por lemas y privada de esencia. Solo una labor discreta junto con planteamientos a largo plazo nos permitirán recuperar el equilibrio climático, proteger la biodiversidad, promover el bienestar animal, cuidar los paisajes y transmitir la belleza del mundo. Todos comprendemos que no podemos seguir utilizando los bienes de la tierra como hemos hecho en el pasado. Debemos determinar los plazos oportunos para la transformación de la economía, y permanecer unidos a este respecto: también en este ámbito, debemos confiar en el espíritu europeo y en su capacidad de creación para hacer frente al desafío ecológico. Nuestra responsabilidad de garantizar una naturaleza viva no se limita a proteger el medio ambiente. También somos los guardianes de la propia condición humana, obligados por el requisito absoluto de la dignidad de la persona humana, los rasgos constitutivos de su naturaleza, la libertad de conciencia y el respeto de los derechos fundamentales. Todas las personas tienen su propio valor, con independencia de su utilidad para la humanidad. Es nuestro deber preservar un mundo en el que una vida verdaderamente humana siga siendo posible, protegiendo el conjunto de las relaciones que constituyen la base misma de nuestras vidas: la confianza mutua entre las personas, el sentido de pertenencia a comunidades concretas, la familia en primer lugar, y la comunidad política, que vincula a las personas mediante la concienciación respecto al bien común. Son las estructuras mediante las que cada persona puede formarse y realizarse, desarrollar su razón e inteligencia, aprender a convivir con los demás, y apoyar su genuina libertad conformada por la responsabilidad. No existe una política que siente las bases del futuro sin apoyar a las familias, el fundamento de toda sociedad y la condición de su vitalidad futura. Por este motivo, sabemos que la cuestión demográfica en Europa no puede pasarse por alto: la fuga de cerebros –especialmente de norte a sur y de este a oeste– y las bajas tasas de natalidad y el envejecimiento de las sociedades ejercen un impacto desproporcionado en diferentes grupos, generaciones y regiones. Esta espiral demográfica negativa afecta a la economía –creando una importante escasez de mano de obra–, y también a nuestros jóvenes y sistemas sociales. Se trata de una amenaza para el futuro de nuestros países. Por lo tanto, deberíamos añadir un pilar demográfico a nuestras decisiones en todas las esferas políticas. No solo queremos mantener unidas a las familias, sino también crear las condiciones para procurar el bienestar de estas mediante la conciliación de la vida laboral y familiar, y el apoyo a una sociedad abierta a los menores.
Además, tras la llamada de atención que representa la pandemia del coronavirus, la cuestión de la salud cobra cada vez más importancia para la sociedad: nosotros, como demócrata cristianos, nos esforzamos en todo momento por equilibrar la protección y la libertad de la persona (tanto física como mental y social) que ocupan un lugar central en nuestras acciones. Creemos en una sociedad que ayuda a quienes lo necesitan. En lo que atañe a la investigación médica, la lógica mercantil habitual debe guiarse por el interés general del bien común, ya que incide en el ámbito de lo necesario. Para lograrlo, defendemos la cooperación científica internacional, de manera que Europa pueda contribuir al progreso médico y beneficiarse de él.
Las enfermedades no tienen fronteras. Por eso la salud constituye un desafío común. Debemos reforzar la resiliencia y la independencia de Europa en materia de suministros médicos e ingredientes farmacéuticos activos, invertir en proyectos de investigación comunes, garantizar un acceso adecuado a los servicios médicos para todos los ciudadanos, consolidar la cooperación transfronteriza y regional europea en el ámbito de la asistencia sanitaria y construir tecnologías que permitan mejorar la asistencia, así como determinar unos estándares elevados para proteger los derechos de los pacientes. Garantizar la resiliencia de las infraestructuras básicas frente a crisis externas es de suma importancia para la provisión continuada y segura de servicios sanitarios esenciales. En este sentido, hemos adoptado ya una postura inequívoca respecto al aprovechamiento del potencial innovador europeo en la lucha contra el cáncer. Ahora debemos trabajar para lograr una política sanitaria europea con perspectiva de futuro, preparada para las próximas crisis y capaz de asistir a nuestros ciudadanos con un envejecimiento saludable.
2. Salvaguardar la prosperidad futura
En el mundo globalizado del siglo XXI, nuestra responsabilidad consiste en definir el papel de la economía social de mercado en las economías de Europa y otras regiones. La libre circulación de mercancías, capitales, servicios y personas, así como la competencia en sí, deben ir acompañadas del respeto de la dignidad humana. Garantizar la estabilidad en nuestras sociedades requiere que se establezcan las condiciones para alcanzar una prosperidad compartida de un modo sostenible. Esto solo puede lograrse a través del trabajo decente, cuya dignidad y papel esencial en la economía y la sociedad son reconocidos por la democracia cristiana. El trabajo produce los bienes y servicios necesarios para la vida y para la mejora de las condiciones de vida; a través de este esfuerzo colectivo, también se crean relaciones esenciales entre las personas. Rechazamos todo planteamiento en el que solo se perciba el trabajo como una lucha de poder, relacionado con la presión y la opresión, un juego de suma cero donde la ganancia de uno conlleva la pérdida del otro. Creemos que el trabajo permite que cualquier sociedad cree, de manera conjunta, mucho más que la suma de los esfuerzos individuales. Por tanto, Europa debe actuar para garantizar el respeto del trabajo y una remuneración justa, y los salarios deben permitir que las personas disfruten de una vida digna. Nuestro planteamiento también contempla la libertad empresarial y unas condiciones de competencia equitativas en el comercio, en el mercado único y en sus relaciones comerciales internacionales. La economía está al servicio de los hombres, y no a la inversa. Sabemos que trabajar es mucho más que percibir un salario: proporciona a las personas un propósito, un sentido y libertad, pero también la interacción con otros seres humanos y creatividad. Creemos firmemente que el trabajo es el medio por el cual el hombre realiza su personalidad y expresa sus cualidades e inclinaciones personales. Ofrece a las personas la posibilidad de participar en la construcción de algo que va más allá de su propia vida. Por este motivo afirmamos que la creación de empleo y las oportunidades de aprendizaje y el emprendimiento constituyen una política mucho mejor que la provisión de subsidios, en particular para reducir el desempleo juvenil. El objetivo de la consecución de un nivel de empleo elevado debe tenerse en cuenta al definir y ejecutar las políticas y actividades europeas. Del mismo modo, creemos firmemente en el valor de la propiedad privada en la medida en que garantiza la libertad e inspira un sentido de responsabilidad. Reconocemos el valor del trabajo voluntario que beneficia a nuestra sociedad de muchas maneras y apoya a las personas necesitadas.
Ninguna sociedad se mantiene próspera, justa y unida sin oportunidades de trabajo. Esto significa también que nuestros países desarrollados no pueden tratar el trabajo como un mero factor de coste, ni intentar eliminarlo, en particular, delegando en personas menos favorecidas la tarea de producir para nosotros. La economía social de mercado se basa en el beneficio mutuo de los intercambios económicos, con la condición de que todos aporten el producto de su mano de obra al mercado.
Desde esta perspectiva, el comercio constituye una fuente de prosperidad y beneficios mutuos. A condición de que se apliquen los derechos humanos, el Estado de Derecho y las normas comunes, y teniendo en cuenta además la responsabilidad medioambiental y social, una política comercial equilibrada puede ser una forma de llevar los productos del trabajo y los conocimientos técnicos especializados europeos a los mercados exteriores, impulsando la innovación tecnológica, la capacidad de elección de los consumidores y la reducción de los precios, al tiempo que se consolida nuestra posición geopolítica en el mundo y se tienden puentes hacia otros continentes y culturas. No obstante, ha de tener en cuenta no solo al consumidor, sino también al productor: la Unión Europea tiene que garantizar unas condiciones de competencia realmente equitativas en sus relaciones comerciales, para evitar distorsiones económicas y sociales, exigiendo una reciprocidad concreta a todos los países dispuestos a acceder a su mercado único. Debemos procurar que el comercio no dé lugar al aprovechamiento de injusticias ni al deterioro de los niveles de vida, ni cause dependencia unilateral: en este sentido, deben aplicarse salvaguardas para equilibrar las necesidades individuales de los consumidores con el bien común de nuestras sociedades. Debemos ser más firmes en este sentido: Europa debe dotarse de los medios necesarios para recuperar su capacidad de trabajo, suministro, nutrición y producción a escala interna a través de sus sectores agrícolas y alimentarios tradicionales y de sus industrias, así como para continuar desarrollando sus capacidades de producción de componentes y de transformación de energía y de materias primas esenciales, y de sus sectores de servicios. No solo se trata de un reto económico, sino también ecológico y geopolítico.
Para que nuestros países puedan ocupar un lugar sólido en un mundo de potencias que compiten entre sí, así como en el comercio mundial, Europa debe garantizar su seguridad alimentaria y su autonomía estratégica abierta, en particular mediante un esfuerzo de investigación sostenido; por ejemplo, en el ámbito de las tecnologías digitales y las nuevas tecnologías. Además de apoyar un orden multilateral basado en normas con el fin de promover una competencia comercial internacional justa, también debe prepararse para defender activamente sus intereses y valores mediante acuerdos bilaterales e instrumentos autónomos. Debemos permanecer abiertos al mundo, pero no permitir que regímenes autoritarios exploten nuestro mercado único o roben la propiedad intelectual de nuestras empresas y, con ello, pongan en peligro nuestras democracias a través de ciberataques e injerencias malintencionadas.
La digitalización ya está transformando la forma en que nos comunicamos, trabajamos y vivimos. En la nueva era digital, Europa solo garantizará una verdadera prosperidad futura si invierte de manera convincente en investigación e innovación, y si proporciona el entorno adecuado para el desarrollo de infraestructuras físicas y digitales. Para nosotros, como demócrata cristianos, es la búsqueda del bien común, más que el dinero, el poder o la ideología, lo que siempre debería impulsar nuestras elecciones en lo que atañe a la innovación. La persona debe ocupar un lugar central: queremos configurar la revolución digital de acuerdo con nuestros valores y ética comunes. Para nosotros, la innovación no es un fin en sí misma; es un medio para mejorar la vida de las personas. Queremos crear condiciones que permitan al ser humano controlar las tecnologías futuras, especialmente a través de la educación. Como esto no ocurre en todas las regiones del mundo, debemos definir un enfoque regulador respecto a la inteligencia artificial y los macrodatos a medio y largo plazo, basado en la promoción de la dignidad humana frente a ideologías transhumanistas y eugenistas, o la mercantilización del cuerpo humano.
Al mismo tiempo, debemos mantenernos vigilantes y evitar la misma perturbación política y social creada por la primera revolución industrial. A pesar de los grandes beneficios que generó, también creó grandes divisiones entre ganadores y perdedores en la sociedad. A diferencia del pasado, deseamos emplear los avances tecnológicos intencionadamente con el fin de crear millones de nuevos empleos y apoyar a los ciudadanos en esta transición digital. Nadie debe quedar rezagado en esta revolución, y esta tarea exigirá un importante esfuerzo de mejora de las capacidades a través de la educación, respondiendo además a la transición ecológica y los avances tecnológicos. Europa también debe seguir debatiendo con otros Estados y organizaciones, en particular con aquéllos que adoptan planteamientos afines, con el fin de encontrar soluciones más amplias a problemas comunes como el comercio digital, los flujos de datos y la fiscalidad.
3. Salvaguardar la cultura y el modo de vida europeo
Persiguiendo este objetivo, Europa podrá transmitir a los europeos del mañana la capacidad de actuar por el bien de la humanidad, por el progreso social y económico, basándose en los principios que nos unen. Porque Europa no es un espacio neutral, ni un mero mercado único, ni una organización internacional como cualquier otra: se fundamenta en una civilización, nacida del encuentro del legado greco-latino con los pilares judíos y cristianos, y que ha seguido su camino a lo largo del Medievo, el Renacimiento y la Ilustración. La idea de Europa designa un espacio geográfico y espiritual, cuyo origen se remonta a varios milenios. Todos juntos, somos ciudadanos de Europa y, por lo tanto, debemos cultivar en nuestro legado una identidad europea común, junto con nuestras respectivas identidades nacionales.
La Europa de hoy estará mejor preparada para afrontar futuras tareas si reconoce y valora, designa y transmite estas raíces intelectuales y espirituales, que durante siglos han nutrido nuestra pluralidad de culturas. En su diversidad, nuestros países están unidos por estos orígenes comunes, por un cierto modo de vida, una concepción de la persona y la sociedad y su traducción en el derecho, la arquitectura y el urbanismo, las lenguas y las artes. Aun cuando la historia europea ha sido a menudo trágicamente infiel a este legado, también ha visto madurar nuestra civilización común, incluso a través de nuestros errores. Ahora es más necesario que nunca preservar y transmitir lo que recibimos de ella de cara al futuro: el principio de la dignidad inalienable de toda persona, y la solidaridad, con especial atención a los más vulnerables; la protección incondicional de la libertad de conciencia, la libertad de religión y la libertad de expresión; el sentido de la responsabilidad y la búsqueda del bien común; el gusto por la conversación, el arte de la civilidad, una aproximación a la razón y la moderación; el interés por la justicia y una voluntad de poner el uso de la fuerza al servicio de la ley; la igualdad ante la ley y, en particular, la igualdad de hombres y mujeres. La tradición política de la democracia cristiana, particularmente ligada al legado de la civilización europea, cuenta con estos valores entre sus elementos esenciales.
En última instancia, Europa puede ofrecer al mundo del mañana la lealtad que debe a estos principios esenciales del modo de vida europeo. Para ello, en primer lugar, debe volver a comprometerse a transmitir su legado a las generaciones futuras, a través del papel primordial de la educación, de manera que pueda reforzar la libertad de estas generaciones y, al mismo tiempo, procurar su sensibilización respecto a lo que tenemos en común. El deber de recordar y las lecciones de la historia no conllevan la asunción de una culpa perpetua, ni la negación de las raíces que nos hacen ser lo que somos: rechazar nuestras raíces solo puede aislarnos en el individualismo, la pérdida de sentido, y los conflictos de las comunidades, otorgando así espacio a ideologías como el islamismo radical. Conocer y apreciar la civilización singular que recibimos de nuestros mayores es enormemente necesario para posibilitar la identificación y un sentido de pertenencia. En el caso de los jóvenes inmigrantes, conocer y valorar nuestra civilización y nuestro modo de vida europeo es importante para compartir referencias comunes y sentirse integrados en la sociedad en la que convivimos y de la que forman parte. Aunque la responsabilidad de la integración recae principalmente en los Estados miembros, la Unión Europea apoya en este empeño a las autoridades nacionales.
El éxito de la integración es necesario para que el vínculo cívico pueda durar. Admitir a personas sin poder ofrecerles un lugar en nuestra sociedad no es algo benévolo. Se traduce rápidamente en explotación y malas condiciones de trabajo para los trabajadores migrantes, o en problemas de integración, también en las generaciones posteriores. Por este motivo, la integración debe ser siempre una prioridad, como tarea mutua tanto de la sociedad como de los recién llegados. Requiere educación cívica, aprender el idioma, encontrar trabajo y aceptar las normas y valores de nuestra sociedad. Por otro lado, quien opta plenamente por participar en nuestra sociedad debe experimentar asimismo que pertenece a la misma y que tiene un futuro aquí como ciudadano de pleno derecho.
Los seres humanos no son átomos indistinguibles que se desarrollan en un espacio neutral: compartir estas referencias comunes es la condición previa para una vida pacífica en la sociedad. Esto significa que, sin perder una perspectiva humanitaria, es necesario garantizar un control más riguroso de las fronteras y la supervisión de los flujos migratorios, tareas sin las que cualquier sociedad podría verse desestabilizada. Todas las personas aspiran a vivir en un mundo con una cultura, un idioma y un estilo de vida familiares: ninguna política migratoria puede pasar por alto esta necesidad mientras se tienen en cuenta únicamente estimaciones económicas, justificando nuestra impotencia o fomentando los desplazamientos. El derecho fundamental no consiste en ser recibido en el hogar de otra persona, sino en poder vivir en el hogar propio.
Para garantizar el respeto pleno de ese derecho, Europa debe comprometerse de manera más eficaz a reforzar la cooperación con los países de origen, apoyando el progreso y la integración regional de África y los países del mundo aún en fase de desarrollo y económicamente emergentes. Restablecer este equilibrio es esencial porque queremos preservar el derecho de asilo, que forma parte de nuestra civilización: este deber de humanidad conlleva acoger con dignidad a quienes verdaderamente son amenazados o perseguidos, evitando que se produzcan flujos migratorios descontrolados en beneficio de las redes de trata de seres humanos. Garantizar que solo entren en Europa quienes se encuentren legalmente autorizados a hacerlo constituye una condición para la unidad de nuestras sociedades, así como para la seguridad de las personas más allá de nuestras fronteras, terrestres y marítimas. Los cruces ilegales de fronteras dan lugar a tragedias humanas reales. Más de 20.000 migrantes han muerto en el Mediterráneo desde que estalló la oleada migratoria en 2014. Esta crisis ha creado graves dificultades para garantizar un control efectivo en las fronteras exteriores de conformidad con el acervo de Schengen, así como para recibir y gestionar a los migrantes a su llegada. También ha puesto de relieve deficiencias estructurales más amplias en el modo en que se protegen las fronteras exteriores de la Unión.
4. Proteger la política
Transmitir la práctica de la democracia y de la participación a una civilización común es necesario para que la política, el hecho mismo de deliberar y actuar conjuntamente, pueda seguir siendo posible. Esto presupone tener conciencia de lo que nos une: una sociedad no es una suma de individuos condenados a la soledad, ni es un campo de batalla entre grupos distintos, cada uno defendiendo sus propios intereses o identidades. La naturaleza y la cultura que compartimos juntos, la seguridad y la prosperidad, y la paz y la justicia constituyen los fundamentos de un bien común respecto al que nadie puede quedar indiferente, y que es un deber que todos debemos respetar. La sensibilización respecto a esta perspectiva común resulta tanto más necesaria en un periodo en el que las divisiones sociales, geográficas y comunitarias debilitan la unidad de las sociedades europeas.
La atomización de la sociedad contribuye a disolver el vínculo cívico: está en juego la posibilidad misma de hacer política, sin la cual solo puede prevalecer la violencia. Recuperar el significado de la política implica reafirmar que esta no se puede disociar del requisito moral de servir al bien común. Es un recordatorio de que tanto las obligaciones de los ciudadanos como las responsabilidades de los representantes electos conllevan una preocupación por la verdad y requieren conocimiento. Conlleva asimismo negarse a permitir que el debate público quede confiscado por el anatema y el exceso, que la acción pública se diluya en tácticas electorales, la desinformación y la comunicación permanente, y luchar contra esta deriva, en particular promoviendo la libertad de los medios de comunicación. Tal es el verdadero significado del pluralismo democrático. La lealtad política exige seguir siendo autocríticos: tenemos que someter nuestra práctica diaria al escrutinio de nuestros principios democratacristianos. Esta prioridad ética es la condición para restaurar la confianza de los ciudadanos. Se trata de una auténtica urgencia, ya que esta desconfianza en las instituciones democráticas representa uno de los problemas cruciales de nuestro tiempo: la creciente complejidad en nuestras sociedades es una de las razones, pero tampoco debemos dejar de considerar las fuerzas que atacan la base de la democracia.
La democracia cristiana desempeña un papel en la reconciliación: tenemos que salvar las mayores brechas que asolan Europa.
Reivindicar el significado de la política también implica respetar incondicionalmente el Estado de Derecho y rechazar el poder de la arbitrariedad. La Unión Europea debe establecer criterios claros, justos e imparciales que definan el Estado de Derecho, que no puedan ser utilizados indebidamente por las luchas ideológicas respecto a su carácter futuro. Los valores del Estado de Derecho y de un poder judicial independiente son fundamentales para preservar el orden social. Estos valores representan los criterios políticos que deben cumplir los países que deseen adherirse a la Unión Europea. Deben ser objeto de un seguimiento coherente y objetivo en cada Estado miembro. Por otro lado, el Estado de Derecho también se protege a través de una sociedad dinámica. Debemos promover una comunidad resiliente mediante el apoyo a una auténtica sociedad civil de base. Especialmente en tiempos de crisis, una sociedad dinámica es la mejor manera de mantener la cohesión entre las personas.
Por último, reivindicar el significado de la política significa devolver la democracia a su esencia: este sistema político, nacido en Europa hace veinticinco siglos, da lugar a que las personas tienen el poder de gobernarse a sí mismas a través de sus decisiones, maduradas en la conversación cívica. Si bien esta aspiración a la libertad triunfó sobre el totalitarismo nazi y soviético durante el siglo XX, la experiencia democrática parece encontrarse una vez más en juego a causa del surgimiento de nuevas formas de alienación, los efectos secundarios de la difusión sin precedentes de mentiras que propician las nuevas tecnologías, el auge de la globalización y el desarrollo de autoridades no políticas que no asumen responsabilidades ante la población. En este contexto, muchos ciudadanos europeos sienten que ya no pueden decidir, ni contribuir de manera significativa al proceso democrático, y que están perdiendo el control de su destino.
La Unión Europea no debe figurar entre las instituciones responsables de este sentimiento de desposesión: debe atenerse al principio de subsidiariedad en el que se basa y que se define en los Tratados, de manera que cada decisión se adopte al nivel pertinente más cercano a los ciudadanos, y únicamente en casos de competencias compartidas a escala europea «si la acción pretendida no puede ser alcanzada de manera suficiente por los Estados miembros». La subsidiariedad debería ayudar a salvar la brecha entre el proyecto europeo y la realidad sobre el terreno. Por lo tanto, los temas relacionados con las competencias nacionales, no atribuidos explícitamente a la Unión en virtud de los Tratados (principio de atribución), se respetarán y no se transformarán en cuestiones de política europea, si bien la Unión Europea debe obtener competencias inequívocas para actuar de manera eficaz cuando tengamos que demostrar una fuerza común. La virtud y el poder de la solidaridad y la subsidiariedad exigen asimismo la lealtad y el cumplimiento de las obligaciones de cada uno.
Dado que la legislación europea ejerce un impacto real en la vida de las personas, necesitamos una Europa veraz respecto a la democracia. Por este motivo, los ciudadanos deben opinar sobre las decisiones a escala europea; de lo contrario, la democracia en los propios Estados miembros se verá comprometida. Dado que ha dado lugar a una pluralidad de lenguas, culturas y pueblos, Europa ha de mantener la veracidad respecto a un régimen político específico. El modelo singular de Europa es el de una unión de naciones democráticas nacida de una civilización común. El proyecto europeo puede restaurar la soberanía plena de los ciudadanos, mediante una alianza eficaz y estrategias comunes que permitan a nuestros países abordar los desafíos globales a los que nos enfrentamos juntos. Sobre esta base seremos capaces de superar las crisis que atravesamos, y trasladar a las generaciones futuras la posibilidad de perpetuar el milagro democrático.
Hoy necesitamos este enfoque para liderar a la Unión Europea frente a las numerosas amenazas a las que nos enfrentamos. Nuestras convicciones europeas se derivan de la conciencia de que solo mediante un espíritu y una acción europeos firmes seremos capaces de afrontar los tiempos complejos que nos esperan y de resurgir con más fuerza. Creemos que nuestras sociedades democráticas son lo suficientemente resilientes como para superar las crisis globales de nuestro tiempo. La esperanza de un futuro mejor es la respuesta democratacristiana al miedo. La democracia cristiana no es solo un término vacío del pasado: está lleno de valores comprobados a lo largo del tiempo, así como de una visión ambiciosa respecto al futuro de la Unión Europea y sus pueblos. Es la mejor guía para conducir a los europeos en los próximos años. Por estas razones, creemos firmemente que el futuro de Europa se encuentra estrictamente vinculado al futuro de la democracia cristiana.
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